No me chilles que no te veo

Hoy quiero hablar de un fenómeno que tiene lugar en esta santa casa de un tiempo a esta parte.

Y es que el gordo tiene a bien comunicarse a gritos.

Para todo. Cuando quiere el papeo, cuando no, cuando quiere enseñarme algo, cuando se enfada, cuando me quiere… Y mira que nosotros, sus padres, no hablamos alto, sobre todo el padre, que es muy de hablar para el cuello de su camisa.

Puedo estar a su lado, pegados cara a a cara mientras vemos El Rey León por decimocuarta vez, y llamarme a voces. Como si me fuera a evaporar y tuviera que asegurarse que sigo ahí.

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Bien podría ayudar al afilador que se pega garbeos por el barrio cada quince días con su potente voz gritando «el afiladoooor» -sí, aquel ser mitológico sigue existiendo por estos lares- mientras esa melodilla inquietante y de psicokiller sale de su bici tuneada…

Por diox, tengo los tímpanos agonizando. Necesito el fujitsu

«¿Por qué gritas así, criatura, -le pregunto- no me ves que estoy aquí, que me tienes cogida la mano?»

Pequeño ser anárquico… Él quiere mi atención, y sabe que así, elevando los decibelios a niveles de contaminación acústica, la tiene aunque sea para repetirle una y otra vez esta pregunta retórica o simplemente ponga los ojos del revés, en blanco, y jure en arameo mientras apunte en la agenda hacerme una revisión en Gaes… 

Con mi miopía, de seguir así desde luego podríamos protagonizar un «No me chilles que no te veo. El Musical». Risas -y sordera- aseguradas…