¡Por fín! La maquinaria se ponía en acción…
Durante toda la mañana del jueves 15 de marzo tuve muchas contracciones y cada vez más ritmicas. Yo, como siempre, aplicaba mis clases prácticas de preparación al parto, movimiento de cadera pa’lla, movimiento de cadera pa’llá, respiración, bla bla… Más o menos controlable.
Mi chico estaba en casa trabajando, y en cuanto fue contabilizando las contracciones y éstas se repetían entre 3 y 5 minutos, quiso salir corriendo al hospital. Pero yo no lo tenía tan claro. Si bien es verdad que algunas de las contracciones eran cada tan poco, había algunas que tardaban en llegar 8 minutos, o incluso más.
La propuse comer primero, a lo que mi chico, ojiplático, flipó. Me habían contado que cuando estás de parto no podías comer, y, me digo yo, ¿Cómo iba yo a poder parir sin comer nada? No, no, y no. Yo tenía que comer primero. Mi chico, que seguía flipando, solo alcanzó a decir «que sepas que a tu hijo le diré: el día que naciste tu madre prefirió comerse un plato de pasta contundente antes de salir pitando al hospital para tenerte a tí«. Le sonreí y acto seguido ataqué el plato de pasta como si no hubiera mañana.
Después de comer (y de echarme una minisiesta, bajo la mirada aún ojiplática de mi chico, que seguía sin dar crédito), fui de nuevo a hacer pis, esa actividad repetida hasta la saciedad durante todo el embarazo, y shassss, ahí va que chorrazo! No era exactamente romper aguas, pero desde luego aquello pis no era. La prueba del algodón: era incolora e inolora.
«Ahora sí que nos vamos!» Y con toda la razón, claro. Por si acaso, cargamos el coche con la maleta y la bolsa para el hospital.
Cruzamos Madrid desde San Sebastián de los Reyes hasta Príncipe de Vergara, mi chico iba al volante, más atacado que la nave de Star Trek por todo el traficazo que encontramos en el camino mientras yo me retorcía en silencio por cada contracción. «Cariño, frena con más suavidad» le decía, pero no hacía más que ponerle aún más nervioso al pobre. La verdad es que yo estaba la mar de tranquila. Iba con la sensación de ser una falsa alarma. Pero el pobre tenía el pálpito de que era la última vez que salíamos de nuestra casa como una pareja, para volver como un trío.
Llegamos al hospital, entramos en urgencias y le conté a la amable recepcionista que creía que podía haber roto aguas y que tenía contracciones cada vez más seguidas y más agudas. Rellené una hoja y un consentimiento, y al rato vino una matrona que me hizo pasar a una sala donde me examinó. Después de meterme los dedos hasta la rabadilla comprobó que tenía una fisura en la bolsa, que no se había roto del todo la bolsa y que me tendría que quedar ingresada aquella misma noche. Ah! y que si no me ponía de parto aquella misma noche, iba a pasar una noche toledana…
Salimos de la sala y nos hicieron esperar a asignarnos habitación. Aprovechamos a avisar a nuestros respectivos padres y por el whatsapp a los colegas más cercanos.
Se acercaba la hora de conocer a Óscar.
Nos subieron a la habitación 325. Mi chico aprovechó cuando llegamos a ir al coche a por las maletas (que las habíamos dejado allí por si era una falsa alarma). Me senté tranquilamente en el sofá azul de sky, miré por la ventana, con vistas a la calle Juan Bravo, y llamé a mis hermanos. Les quedaba poco para ser tíos.
Las contracciones se sucedían, pero era controlable, mientras me pudiera mover por la habitación, todo iba bien. Mis padres me intentaban distraer contándome historias, pero sobre las 10 de la noche les dijimos que se fueron, que esto iba pa’largo.
A las 10.30 llamamos a la matrona por que las contracciones empezaron a hacerse más seguidas y más intensas. Cuando vino, me metió los dedos en mi vagina (y hasta la campanilla), ya de dominio público para toda el personal del hospital, y me preguntó si ya había roto la bolsa. Le comenté que era una fisura, pero ella siguió hurgando hasta que noté un calor interior acompañado por un tsunami caliente de líquido amniótico que desbordó el empapador de la cama. «Ahora sí que has roto aguas!» me dijo la chispita.
Me dijo que me tumbara en la cama y monitorizó las contracciones, y se fue ella tan pichi dejándome con esas cacho de contracciones mortales que me hacían revolverme en la cama, cual potro salvaje. Mi chico me daba la mano y se la estrujaba, y también el brazo, y la pierna, mientras respiraba y respiraba para encontrar alivio, si puede haber algún tipo de alivio a esa sensación de dolor agudo.
Cuando las contracciones eran brutalmente dolorosas y cada minuto, volvimos a llamar a la matrona, que volvió, introdujo de nuevo sus dedicos en mi vagina (esa gran afición) y me anunció que ya estaba dilatada de dos y que me bajaban ya a la sala de dilatación.
Vino un celador con pocas ganas de trabajar y muchas de hablar, a buscarme con una camilla, pero me animó a que me buscara la vida para pasarme de mi cama a la camilla, casi le faltó decir, aprovecha la contracción a saltar hasta aquí cual sardinica.
De camino a la sala, veía los techos del hospital como en las pelis, mientras me seguía revolviendo en la camilla y oía al celador decirme que ojito, que como siguiera así me caería al suelo. Chispitas, desde siempre, dándolo todo.
Ya en la sala de dilatación, me pidieron que me sentara en la camilla para ponerme la epidural. Recordé que en las clases de preparación al parto nos dijeron que cuando nos viniera una contracción avisáramos a la anestesista para que parara ya que hay que estar completamente quieto. Bien, pues ea, La Contracción con mayúsculas me venía en el instante justo en que la anestesista me pedía que pegara la barbilla al pecho y pusiera mis hombros hacia delante, le dije «me viene una contracción!!» Y yo pensé que pararían las máquinas, pues no! Jódete y baila es lo que me vino a decir la Señora Anestesista cuando me dijo «Pues aguanta«. Hija de puta… Fijo que conmigo acaba su turno (estamos hablando de las 11 de la noche, ma o meno) y está deseando pirarse.
Pero el efecto de la epidural hizo que me olvidara de la Señora Anestesista y su way of life y mirar a mi chico con una sonrisa bobalicona: «Esto es la hostia…» Alcancé a decir. Una maravilla. Mi chico iba viendo las pedazo de contracciones que me venían por la gráfica del monitor y yo quedándome sobada… Así estuve hasta 3 horas que dilaté hasta 10. Y lo supimos por que la matrona aficionada a mi vagina, repitió una vez más la operación «Fingers inside» y confirmó que ya estaba lista para el parto.
Ya eran las 02:00 de la madrugada del viernes 16.
Óscar estaba de camino, y tenía prisa por estrenar el puente…
Nuevo cumple a tener muy s
Me gustaMe gusta
En cuenta!!!!
Snif! Se me fue la mano en el.anterior comentario!
Me gustaMe gusta