En mi casa nos hemos llamado entre nosotros de siempre gordo/a, como un apelativo cariñoso. Y también porque lo estábamos, rellenitos, de buen año, orondos, hermosos que nos decía con orgullo nuestra abuela. Recuerdo alguna vez llegar a casa del cole triste porque alguna niña mamona de clase no me dejaba jugar a la goma porque estaba gorda y que mi madre me convenciera que no lo estaba, que lo que pasaba realmente era que «teníamos los huesos fuertes» (me de-so-ri-no ahora). Acabáramos…
Siempre hemos sido de comer. Con el tiempo (sobre todo desde que volamos del nido materno), nos hemos ido relajando, y aunque mis hermanos sigan dando palmadas y canturreando cuando mi madre se presenta con la paella en el comedor los domingos, no somos tan ansia viva. Bueno, a mi hermano pequeño no lo cuento que sigue viviendo con ellos y por ende, sigue teniendo el estómago «domesticado» (por no decir dado de sí) por las abundantes comidas de la mía mamma.
Mi hijo recogió con honores el título de familia de «gordo» por ese ansia viva que le ha caracterizado desde su nacimiento. Desde esos primeros meses cuando berreaba y creíamos que era por los famosos y temidos cólicos del lactante y era simplemente que quería más chicha.
Ya se ha relajado un poco, le llamamos más por su nombre, Óscar, y aunque sigue teniendo saque, es capaz de dejar algo en el plato y decir «mamá, no mais« (tiene un acentillo entre galego-portugueis de lo más gracioso). Y cuando se acaba su plato dice muy orgulloso «¡Mamá! ¡Todo, todo!»
Con lo que arrasa, ya se haya comido un buey antes, es con los gusanitos y aperitivos varios. Es un ansia viva en su término más amplio que es arrasar hasta que no quede nada. Y si tiene que zampárselos de 20 en 20, pues se hace y punto. A veces hemos ido a cumpleaños y le he tenido que separar llorando de la mesa de la comida pidiéndole que jugara un poco con los demás niños, leñe, que parece que no ha comido en una semana.
En fin, os cuento esto para poneros en situación: Fiesta de la guardería, padres, madres, profes, niños campando por el centro y mesas bajitas con aperitivos (Danger, Danger!). Óscar localiza su objetivo (un bol generoso lleno de patatas fritas) y no se separa de él ni deja meter la mano a nadie más. Le llamo la atención varias veces para que comparta y sobre todo, que las coma de una en una y despacio, pero…
Sí, el gochaco de mi hijo se zampó todo el puñetero bol él solo en cuestión de 1 mísero minuto y para más inri me mostraba con orgullo el recipiente vacío para sorpresa de madres y padres que no habían catado patata frita alguna.
Seguimos trabajando en el ansia viva, pero me temo que esto nos llevará un tiempo… O toda la vida :S