Hoy quiero confesar: No sé lo que vale un peine

Mientras recopilo todas las tipologías de madre que me habéis solicitado para una segunda entrega de Madres del parque, esa fauna, os tengo que confesar que en esta casa somos cinco seres vivos: Mauri, servidora, el gordo y sus dos patillas.

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Ya me gustaría ver a los de Fructis intentando doblegar las patillas de mi niño… Ya os digo yo: imposibol.

Debería de cortarle el pelo. Lo se. Confieso que me chifla mi niño con sus pelos locos, tremenda melenaza que gasta la criatura. Locatis me tiene. Pero el pelo le crece pa’lante así dejándole las patillas casi horizontales y no hay forma de esconderlas detrás de las orejas… Una fuerza superior hace que salten todos los obstáculos orejiles para que blinden la cara de mi niño allá donde vaya y parezca Curro Jimenez versión junior >.<

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Y es que en esta santa casa la frase «Vas a saber lo que vale un peine» es un pa’ná porque ni tenemos ni usamos ni se le espera. Compramos uno cuando Óscar era un baby, y nunca le gustó eso de que le mesaran los pelicos. Salió a los padres, rebelde, capilarmente hablando. Y para muestra, un botón:

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¡A mi me encanta! Pero pasa tanto calor el angelico que en breve se lo tengo que cortar… De solo pensarlo me entran escalofríos porque la última vez que se lo cortamos montó tal pollo que todo el centro comercial se acercaba en peregrinaje a ver a quién estaban arrancando a tiras la piel a quién. Aún oigo sus berridos.

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En fin, hasta que resolvamos el misterioso caso de las patillas con vida y rebeldes sin causa o en su defecto le cortemos el pelo (cruzo los dedos y rezo porque sea un corte civilizado), disfrutaré imaginándome al gordo meneando su melenón al ritmo de Rock & Roll, Madafacaaaaars ooh yeaaah!